Ante la derrota electoral de ARENA y FMLN, han surgido
voces de diversos sectores que exigen una renovación de estas formaciones
partidarias. Se insiste en el cambio de las dirigencias, en la reforma de
estatutos, estructuras y en la organización territorial. Si solo bastaran esas
acciones, como ya lo han anunciado los principales dirigentes de dichos
partidos, la recuperación de su caudal electoral y de su legitimidad en la
conciencia de la población sería relativamente fácil y en un tiempo corto. Pero
el punto es que las raíces de su crisis son más profundas y tienen que ver con
cuestiones estratégicas que giran en torno a la misma identidad y
posicionamiento ideológico y político frente a los graves problemas del país.
En el caso del FMLN, su transformación supone un cambio
ideológico que supere un tipo de análisis marxista ya trasnochado y que asuma
la democracia como un fin en sí mismo y más allá de su utilización
instrumental. En esta línea, debe superar el vanguardismo que concibe la
dirigencia del partido como la instancia que posee el monopolio de la verdad.
El partido debe articularse con las numerosas iniciativas y diversidad de
agrupaciones que desde la sociedad brotan de los sectores empobrecidos y
excluidos, pero no para cooptarlas y subordinarlas a las directrices
partidarias, sino para tejer una red de relaciones que den sustento a un
proyecto de transformación social permanente.
Es necesario también que la izquierda socialista supere
definitivamente el estatismo.
La fracasada experiencia de los países del
socialismo real enseñó que socialismo y estatización de los medios de producción
no son una y la misma cosa. No se trata de un juego de suma cero entre Estado y
sociedad, sino de impulsar una mayor democratización de ambas esferas.
En el caso de ARENA, su cambio supone abandonar
definitivamente sus premisas ideológicas tradicionales configuradas desde el
anticomunismo y el liberalismo más extremos, que hoy ya no sintonizan con la
conciencia colectiva de la población y que ya están desfasados de acuerdo con
las exigencias actuales de la realidad histórica salvadoreña. En este sentido, debe asumir una conducta coherente y un
discurso renovado que sintonice con los sectores más afectados por el modelo
neoliberal que ha imperado en el país en los últimos treinta años.
Esto implica, entre otras cosas, asumir con seriedad
la desigualdad y la exclusión y proponer políticas públicas que las combatan,
lo cual supone abandonar la ideología tecnocrática neoliberal y asumir un nuevo
tipo de liberalismo de carácter social, con un fuerte sentido de solidaridad
con los sectores más vulnerables. Consecuente con esto, debe deshacerse de un anti-estatismo
radical. El liberalismo debe pensar en el Estado, no como el enemigo a vencer,
sino como la condición de la convivencia. El Estado es más necesario que nunca
frente a los poderes brutales de la delincuencia y el crimen organizado, y
frente a los intereses que han aprovechado la debilidad del poder público para
copar sus instituciones y torcer sus políticas.
Finalmente, esta renovación ideológica de la derecha
pasa también por modificar sus posiciones en temas culturales y no dejarse
influenciar por sectores ultra-conservadores, que enajenan al partido de la
mayoría de los jóvenes en los centros urbanos, caracterizados por su
sensibilidad a la diversidad cultural y por su alejamiento de dogmatismos y
fundamentalismos religiosos.
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