martes, 30 de abril de 2019

Repensando el liberalismo


El derrumbe estrepitoso del PRI y el arrollador ascenso de la opción de izquierda encabezada por Andrés Manuel López Obrador, como resultado de las elecciones en México, han propiciado que algunos intelectuales liberales de aquel país hayan realizado un balance critico en torno al modelo neoliberal que se aplicó en las últimas décadas, buscando repensar el liberalismo para convertirlo en una doctrina de crítica y denuncia frente a lo que se considera el resurgimiento de practicas y doctrinas antiliberales.

El trayecto histórico que se inauguró en 1989 con la era del triunfalismo liberal, después de la caída del bloque soviético, la apertura de las economías y las transiciones democráticas en diversos países del mundo se clausuró en 2017. Se recuerda que el más entusiasta de los liberales llegó a proclamar entonces el “fin de la historia”. Se creía que todas las vías convergirían en el predominio omnímodo del mercado y de la democracia liberal, la cual ya no tendría otras opciones distintas a las cuales derrotar. Ese capitulo es el que se ha cerrado y hoy se vive la crisis de ese proyecto. El nacionalismo resurge, el autoritarismo recupera su capacidad de seducción, el proteccionismo se propaga, los populistas de izquierda y de derecha adquieren poder. Las democracias liberales que se consideraban ejemplares aparecen hoy como las más vulnerables e incluso, como las más amenazantes.

Hay en el mundo un vuelco al discurso y las prácticas antiliberales. No es una amenaza igual a la del totalitarismo del siglo pasado, pero es un desafío paralelo. En China y en Rusia, en Venezuela y en Filipinas se levantan alternativas a la democracia liberal que parecen sintonizar con millones de personas y que son eficaces productoras de votos. Esta opción es una mezcla de autocracia, corrupción, oligarquía y nacionalismo.

El liberalismo puede encontrar en estos desafíos una nueva vitalidad si es capaz de defender sus principios esenciales iniciando al mismo tiempo una autocrítica de fondo.

En primer lugar, debe renunciar al neoliberalismo. Los economistas neoliberales no solamente impusieron sus recetas como dogmas, sino que implantaron su idea del ser humano como un homo economicus. El liberalismo económico se presentó como si fuera el único liberalismo, el auténtico. Esto justificó el ascenso del enfoque tecnocrático de la vida pública. La razón técnica debía prevalecer sobre la intrincada maraña de discusiones políticas e ideológicas, despreciando así la política y negando el diálogo.

En segundo lugar, debe desembarazarse de un anti-estatismo radical. Demonizar al Estado, como se ha hecho en los últimos tiempos, es tan absurdo como sacralizarlo. El liberalismo debe pensar en el Estado, no como el enemigo a vencer, sino como la condición de la convivencia. El Estado es más necesario que nunca frente a los poderes brutales de la delincuencia y el crimen organizado, y frente a los intereses que han aprovechado la debilidad del poder público para copar sus instituciones y torcer sus políticas. Al olvidarse del Estado, cierto liberalismo se desprendió del indispensable compromiso con lo público. 

Finalmente, el liberalismo predominante ha soslayado las formaciones oligárquicas que concentran poder y dinero. Desde las visiones más extremas del individualismo liberal se ha llegado a la conclusión de que la desigualdad no es, en realidad, problema. El olvido de la tradición igualitaria del liberalismo, esa que va de John Stuart Mill a John Rawls, ha sido sumamente costoso. Si la democracia importa, la justicia importa por igual.

Héctor Samour


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