El derrumbe estrepitoso del PRI y el arrollador ascenso de la opción de
izquierda encabezada por Andrés Manuel López Obrador, como resultado de las elecciones en México, han propiciado que algunos intelectuales
liberales de aquel país hayan realizado un balance critico en torno al modelo
neoliberal que se aplicó en las últimas décadas, buscando repensar el
liberalismo para convertirlo en una doctrina de crítica y denuncia frente a lo
que se considera el resurgimiento de practicas y doctrinas antiliberales.
El trayecto histórico que se inauguró en 1989 con la era del triunfalismo
liberal, después de la caída del bloque soviético, la apertura de las economías
y las transiciones democráticas en diversos países del mundo se clausuró en
2017. Se recuerda que el más entusiasta de los liberales llegó a proclamar
entonces el “fin de la historia”. Se creía que todas las vías convergirían en
el predominio omnímodo del mercado y de la democracia liberal, la cual ya no
tendría otras opciones distintas a las cuales derrotar. Ese capitulo es el que se
ha cerrado y hoy se vive la crisis de ese proyecto. El nacionalismo resurge, el
autoritarismo recupera su capacidad de seducción, el proteccionismo se propaga,
los populistas de izquierda y de derecha adquieren poder. Las democracias
liberales que se consideraban ejemplares aparecen hoy como las más vulnerables
e incluso, como las más amenazantes.
Hay en el mundo un vuelco al discurso y las prácticas antiliberales. No es
una amenaza igual a la del totalitarismo del siglo pasado, pero es un desafío
paralelo. En China y en Rusia, en Venezuela y en Filipinas se levantan
alternativas a la democracia liberal que parecen sintonizar con millones de
personas y que son eficaces productoras de votos. Esta opción es una mezcla de
autocracia, corrupción, oligarquía y nacionalismo.
El liberalismo puede encontrar en estos desafíos una nueva vitalidad si es
capaz de defender sus principios esenciales iniciando al mismo tiempo una
autocrítica de fondo.
En primer lugar, debe renunciar al neoliberalismo. Los economistas
neoliberales no solamente impusieron sus recetas como dogmas, sino que
implantaron su idea del ser humano como un homo economicus. El liberalismo
económico se presentó como si fuera el único liberalismo, el auténtico. Esto
justificó el ascenso del enfoque tecnocrático de la vida pública. La razón
técnica debía prevalecer sobre la intrincada maraña de discusiones políticas e
ideológicas, despreciando así la política y negando el diálogo.
En segundo lugar, debe desembarazarse de un anti-estatismo radical. Demonizar
al Estado, como se ha hecho en los últimos tiempos, es tan absurdo como
sacralizarlo. El liberalismo debe pensar en el Estado, no como el enemigo a
vencer, sino como la condición de la convivencia. El Estado es más necesario
que nunca frente a los poderes brutales de la delincuencia y el crimen
organizado, y frente a los intereses que han aprovechado la debilidad del poder
público para copar sus instituciones y torcer sus políticas. Al olvidarse del
Estado, cierto liberalismo se desprendió del indispensable compromiso con lo
público.
Finalmente, el liberalismo predominante ha soslayado las formaciones
oligárquicas que concentran poder y dinero. Desde las visiones más extremas del
individualismo liberal se ha llegado a la conclusión de que la desigualdad no
es, en realidad, problema. El olvido de la tradición igualitaria del
liberalismo, esa que va de John Stuart Mill a John Rawls, ha sido sumamente
costoso. Si la democracia importa, la justicia importa por igual.
Héctor Samour
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