El
sistema económico está configurando un orden mundial cada vez más desigual, en
el que la diferencia entre una minoría con acceso a bienes capitales y
financieros y una inmensa mayoría cada vez más empobrecida y excluida es una
realidad. Las estimaciones sobre desigualdad a nivel internacional indican un
incremento en todas las regiones del mundo en los últimos años.
América
Latina continúa siendo la región más desigual del mundo y si bien no es la zona
más pobre, la inequidad persiste como fenómeno estructural: el 71% de la
riqueza se concentra en el 10% más rico de la población. Solo 32 personas, en
2015, concentraban tanta riqueza como la mitad de la población de la región:
300 millones. En 2013, 80% de los jóvenes de mayores ingresos culminaron
sus estudios secundarios, mientras solo el 34% de los que tienen bajos ingresos
lo hicieron.
La
desigualdad no solo es un problema que afecta el desarrollo, sino también un
fenómeno que es incompatible con la democracia. Por ejemplo, el FMI en un informe de 2017 advertía que, si
bien algo de desigualdad es inevitable en una economía de mercado, una
desigualdad excesiva “puede hacer desmoronarse la cohesión social, conducir a
una polarización política y, en última instancia, reducir el crecimiento
económico”.
Thomas
Piketty ya destacaba en su libro El capital en el siglo XXI el aspecto
político de la desigualdad económica y como la democracia no puede sobrevivir
si no se la ataja. Solo una acción política decisiva podrá evitar las nefastas
consecuencias que a corto y largo plazo tendrá su exponencial crecimiento.
El
aumento de las desigualdades económicas mina los fundamentos básicos de la
democracia: el control ciudadano sobre la toma de decisiones y la equidad a la
hora de ejercer dicho control. Es una incompatibilidad que se da en ambas
direcciones. Las élites que desean perpetuar un sistema socio-económico de
creciente desigualdad tendrán condiciones políticas y estímulos en utilizar su
posición para bloquear cualquier tipo de redistribución de la riqueza. A la vez,
la lucha por una mayor democratización deberá asegurar que los derechos
democráticos básicos se puedan ejercer efectivamente, algo que la creciente
desigualdad en la que vivimos impide.
El
desencanto y, hasta cierto punto, la indiferencia del electorado con la
democracia se sustenta, en gran medida, en los grandes niveles de desigualdad
existentes. Cuanto mayor es el nivel de desigualdad económica, mayor es la
percepción ciudadana de que algunas personas y grupos tienen tanta influencia
sobre las decisiones políticas, que los intereses de la mayoría son ignorados. La
desigualdad afecta los niveles de satisfacción con la democracia tanto en su
capacidad para garantizar iguales derechos a toda la población como en su
capacidad de asegurar la representación política de los intereses ciudadanos.
¿Cómo
reducir la desigualdad?
Es necesario diseñar políticas públicas que
contribuyan a crear sociedades menos dispares y más democráticas: acceso
universal a educación y salud públicos de calidad, sistemas de protección
social, políticas de empleo decente, políticas que reduzcan las brechas
salariales entre mujeres y hombres, políticas de fiscalidad progresiva, entre
otras. Como lo sostenía Amartya Sen, la verdadera libertad política y social se
logra cuando las necesidades más básicas se encuentran cubiertas. Nadie puede
tomar decisiones políticas libremente cuando vive en el límite de la
supervivencia.
Héctor Samour
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