martes, 25 de junio de 2019

Crisis de lo político y democracia representativa


Una de las manifestaciones de la crisis de lo político en la actualidad es la creciente falta de representatividad de las instancias representativas, comenzando por los representantes electos. 
En el caso de América Latina, y de El Salvador en particular, es claro que hay un divorcio entre las aspiraciones y demandas de los ciudadanos y la incapacidad de las instituciones políticas para procesar adecuadamente esas demandas y darles satisfacción. Esto lleva a una crisis de legitimidad de las democracias representativas.
En teoría, los sistemas de representación son un intento de organizar la sociedad de tal forma que quienes gobiernan lo hagan con el consentimiento libre de los gobernados y buscando el bien común de la sociedad. Históricamente, ningún sistema de representación es verdaderamente democrático, si por democrático entendemos el autogobierno del pueblo. R. Dahl destaca que la representación política en Occidente es un injerto de una práctica medieval (no democrática) que se utiliza desde el s. XVIII (Madison, Jefferson, J.S. Mill) para “democratizar” la política, conforme a un ideal menos inequitativo del “demos”, por lo que todos los sistemas de representación reconocen en los gobernantes un cierto carácter de élite, lo cual se opone al auténtico espíritu democrático.
En cualquier caso, la democracia representativa ha terminado considerándose el mejor camino para organizar democráticamente a sociedades modernas, numerosas y complejas, en las que es muy difícil construir democracias directas. Esto, sin embargo, plantea varios retos: ¿Cómo hacer democracias más participativas y deliberativas? ¿Cómo conciliar los sistemas democráticos de representación con la existencia de un gran número de representados que no tienen las condiciones materiales mínimas para participar libre y conscientemente en la vida pública? ¿Cómo conciliar libertad con igualdad, especialmente en sociedades con grandes segmentos población sumidos en la extrema pobreza o la exclusión?
Los sistemas de representación política han presentado y presentan una serie de perversiones, hoy más agudizados en el contexto histórico actual. Una de ellas, es la degradación de la calidad de buena parte de los representantes. Los mecanismos de selección de los representantes políticos no parecen dar como resultado una selección “aristocrática”, en el sentido aristotélico del término, de gobierno de los mejores, tanto ética como intelectualmente, de ciudadanas y de ciudadanos preocupados por servir de forma históricamente suficiente al bien común. 
Aunado a la ausencia de “calidad política” en los representantes, hay que mencionar el fenómeno de la corrupción política, una corrupción institucionalizada que lleva a instrumentalizar lo público de forma “particularista”, combinada con la peor de la lógica que les impone  a los representantes el sistema de democracia de partidos (financiamiento irregular de los partidos, oligarquización y burocratismo, clientelismo, tráfico de influencias, búsqueda de ventajas personales, entre otros aspectos negativos). La uniformidad que impone la disciplina de partido está reñida con la verdadera autonomía ética y política que deben ejercitar los representantes.
Además, la falta de rendición de cuentas de las instituciones políticas, la escasa generación de una opinión pública debidamente informada que critique y señale los problemas y de una participación organizada de la sociedad que sirva para controlar el ejercicio del poder, son otras formas de perversión de la democracia representativa, porque alimentan el secretismo de las acciones estatales, la discrecionalidad del ejercicio poder y la influencia del poder “invisible” de los centros de poder político y económico.
Como dice Norberto Bobbio, cuando la representación política es desplazada por la “representación de los intereses” y estos se afirman en clave de individualismo posesivo o de corporativismo, el representante se degrada en su calidad y acaba sirviendo a intereses no democráticos.

Héctor Samour

viernes, 14 de junio de 2019

La transformación de la izquierda en El Salvador



La estrepitosa derrota en las ultimas elecciones presidenciales y las encuestas más recientes revelan un decenso muy acentuado del apoyo de la población hacia el FMLN, que hace que el futuro de esta formación política se vea sombrío. 

Esto obliga a que la izquierda socialista tenga que replantearse una transformación integral, si es que pretende a mediano y largo plazo subsistir y hacer avanzar su proyecto político, en un contexto político en el que hay un retroceso general de los proyectos de izquierda en la región.

Esta transformación requerirá que se realicen cambios esenciales tanto a nivel ideológico como a nivel político. Un aspecto central aquí es que la izquierda debe pensar y asumir la democracia como un fin en sí mismo y más allá de su utilización instrumental (táctica). La democracia debe ser un compromiso estratégico para el hoy y el mañana y un eje fundamental de cualquier proyecto socialista.

En esta línea, la izquierda debe combinar transformaciones democráticas con reformas económicas y sociales con una perspectiva popular, pero superando a la vez varios de los atavismos que han dañado su desempeño político en la última década.

En primer lugar, debe superar el vanguardismo, que implica la existencia de una vanguardia o dirigencia que pretende poseer el monopolio del conocimiento de lo que es y será. Por el contrario, es necesario articular al partido de izquierda con las numerosas iniciativas y diversidad de agrupaciones que desde la sociedad brotan de los sectores desfavorecidos y excluidos.

Lo anterior supone no instrumentalizar a las organizaciones y movimientos sociales. La izquierda debe estar implantada en las movilizaciones sociales, pero no para cooptarlas y subordinarlas a las directrices partidarias, sino para tejer una red de relaciones que den sustento a un proyecto de transformación social permanente.

En segundo lugar, es necesario que la izquierda supere definitivamente el estatismo. La fracasada experiencia de los países del socialismo real enseñó que socialismo y estatización de los medios de producción no son una y la misma cosa. No se trata de un juego de suma cero entre Estado y sociedad, sino de impulsar una mayor democratización de ambas esferas.

En tercer lugar, la idea de revolución, entendida como un suceso que ocurrirá un día cero como resultado de una acumulación de fuerzas y la agudización de las contradicciones, es una idea trasnochada e inviable en el actual contexto nacional y mundial. Hoy es mas probable que el proceso de cambios se desenvuelva a través de sucesivas reformas y desgajamientos derivados de las luchas por reformas en las instituciones sociales, políticas y culturales.

De lo que se trata, en última instancia, es que la izquierda, desde una perspectiva socialista, contribuya a la construcción de una sociedad menos desigual, más cohesionada, capaz de atender las necesidades básicas de la inmensa mayoría de la población, mediante un proyecto político en el que la democracia política y las reformas económico-sociales sean las dos caras de ese mismo proyecto. En la conjugación de ambas dimensiones radica la posibilidad de construir un sujeto político emancipador como producto de un amplio movimiento político y social convergente, que impulse las transformaciones necesarias.  

Héctor Samour

viernes, 7 de junio de 2019

El retorno de lo sagrado y el declive del catolicismo





Los datos de la encuesta sobre la religiosidad de los salvadoreños, que presentó La Prensa Gráfica recientemente, muestran que hoy los creyentes católicos en el país alcanzan un 40%, en un porcentaje similar a los creyentes de iglesias evangélicas. La encuesta muestra también que el porcentaje de increyentes alcanza un 17%. En un país que todavía hace 30 años su población se declaraba en su mayoría católica, el declive acentuado del catolicismo da pie para reflexionar sobre los factores que lo han provocado y sobre los efectos sociales, políticos y culturales que dicho fenómeno tiene. 

Por cuestiones de espacio, voy a centrarme en el debilitamiento del papel de las instituciones religiosas como factor de cohesión social, que ha propiciado la proliferación de grupos religiosos autónomos y sectas, la mayoría profundamente positivas, aunque algunas de ellas con claros signos de carácter destructivo.

Estamos en un contexto, en los países occidentales, donde hay una gran demanda espiritual, que busca respuestas a una serie de problemas, tales como la desconfianza en la racionalidad científico-técnica, el desencanto ante las instituciones y la búsqueda de la propia identidad dentro de una sociedad en la que predominan el darwinismo social, la exclusión, la burocracia y el anonimato. Algunos llaman a este fenómeno “el retorno de lo sagrado”, después de siglos de secularización en Occidente.

Este retorno se manifiesta también en una búsqueda de lo misterioso y lo esotérico, especialmente en jóvenes de estratos medios, que termina desembocando en lo que se denomina una “religión hecha a la carta” que desafía la legitimidad y plausibilidad de las instituciones eclesiásticas tradicionales.

Hay una profunda insatisfacción generada por la dinámica religiosa, cultural y social impuesta por las mismas sociedades occidentales y la racionalidad que le es propia. Lo que debería considerarse con más detenimiento no es el “retorno” en sí de lo sagrado, sino la sociedad misma en la que se encuentra la mencionada vuelta al escenario público de la religión. Contra el anonimato, la burocratización y la exclusión en nuestras sociedades se estimula la eclosión de la “vivencia comunitaria”.

Vuelta a lo sagrado y reencuentro de la comunidad, entendiendo a ésta como una relación entre individuos concretos, históricos y con una idiosincrasia determinada, que no está segmentada en roles y status, sino relacionados personalmente, de persona a persona. Este déficit comunitario se percibe en amplias zonas del mundo occidental, y especialmente en nuestro país. Y frecuentemente se pretende suplir esa carencia comunitaria mediante la emocionalidad.

El llamado “retorno de lo sagrado” tiene que ver entonces con la inmediatez emocional que permite guarecerse del desamparo espiritual, psíquico y físico, que experimentan muchos individuos en las sociedades contemporáneas, y que décadas atrás habían optado por la acción (compromiso social, acción sindical, lucha política, etc.).

En las sociedades actuales, la gente necesita de un orden, necesita seguridad, necesita construcciones que den sentido a su vida. De aquí que muchos de los fenómenos religiosos emergentes sirvan para compensar todas las rupturas, los desencantos, los fracasos históricos del último siglo. La nueva religiosidad predominante hoy no es de sacrificio, ni de compromiso, sino de afectividad, espectáculo y evasión del sufrimiento, en un mundo capitalista que promueve proyectos de felicidad ilusoria basados en el consumo, el hedonismo y el individualismo.

Héctor Samour

jueves, 30 de mayo de 2019

Desigualdad versus democracia



El sistema económico está configurando un orden mundial cada vez más desigual, en el que la diferencia entre una minoría con acceso a bienes capitales y financieros y una inmensa mayoría cada vez más empobrecida y excluida es una realidad. Las estimaciones sobre desigualdad a nivel internacional indican un incremento en todas las regiones del mundo en los últimos años.

América Latina continúa siendo la región más desigual del mundo y si bien no es la zona más pobre, la inequidad persiste como fenómeno estructural: el 71% de la riqueza se concentra en el 10% más rico de la población. Solo 32 personas, en 2015, concentraban tanta riqueza como la mitad de la población de la región: 300 millones. En 2013, 80% de los jóvenes de mayores ingresos culminaron sus estudios secundarios, mientras solo el 34% de los que tienen bajos ingresos lo hicieron. 

La desigualdad no solo es un problema que afecta el desarrollo, sino también un fenómeno que es incompatible con la democracia. Por ejemplo, el FMI en un informe de 2017 advertía que, si bien algo de desigualdad es inevitable en una economía de mercado, una desigualdad excesiva “puede hacer desmoronarse la cohesión social, conducir a una polarización política y, en última instancia, reducir el crecimiento económico”.

Thomas Piketty ya destacaba en su libro El capital en el siglo XXI el aspecto político de la desigualdad económica y como la democracia no puede sobrevivir si no se la ataja. Solo una acción política decisiva podrá evitar las nefastas consecuencias que a corto y largo plazo tendrá su exponencial crecimiento.

El aumento de las desigualdades económicas mina los fundamentos básicos de la democracia: el control ciudadano sobre la toma de decisiones y la equidad a la hora de ejercer dicho control. Es una incompatibilidad que se da en ambas direcciones. Las élites que desean perpetuar un sistema socio-económico de creciente desigualdad tendrán condiciones políticas y estímulos en utilizar su posición para bloquear cualquier tipo de redistribución de la riqueza. A la vez, la lucha por una mayor democratización deberá asegurar que los derechos democráticos básicos se puedan ejercer efectivamente, algo que la creciente desigualdad en la que vivimos impide.

El desencanto y, hasta cierto punto, la indiferencia del electorado con la democracia se sustenta, en gran medida, en los grandes niveles de desigualdad existentes. Cuanto mayor es el nivel de desigualdad económica, mayor es la percepción ciudadana de que algunas personas y grupos tienen tanta influencia sobre las decisiones políticas, que los intereses de la mayoría son ignorados. La desigualdad afecta los niveles de satisfacción con la democracia tanto en su capacidad para garantizar iguales derechos a toda la población como en su capacidad de asegurar la representación política de los intereses ciudadanos.

¿Cómo reducir la desigualdad? Es necesario diseñar políticas públicas que contribuyan a crear sociedades menos dispares y más democráticas: acceso universal a educación y salud públicos de calidad, sistemas de protección social, políticas de empleo decente, políticas que reduzcan las brechas salariales entre mujeres y hombres, políticas de fiscalidad progresiva, entre otras. Como lo sostenía Amartya Sen, la verdadera libertad política y social se logra cuando las necesidades más básicas se encuentran cubiertas. Nadie puede tomar decisiones políticas libremente cuando vive en el límite de la supervivencia.

Héctor Samour




sábado, 25 de mayo de 2019

1968: historia, balance y significación para el presente



En 2018 se conmemoró en diversas partes del mundo el legado de los años sesenta, especialmente los sucesos que ocurrieron en 1968, en los ámbitos socio-económico, político, teológico, filosófico y cultural. 

Hoy tenemos una perspectiva y profundidad histórica que nos permite asimilar mejor lo que ocurrió en esa década en Occidente, y en América Latina en particular, y la influencia que tuvo su legado en la configuración de la realidad histórica contemporánea.

Fue en los años sesenta, en Occidente, cuando social y culturalmente se comenzó a constatar con premura la presión de la dinámica insostenible del modo de vida histórico de la modernidad y de la civilización del capital. Surgió así un movimiento cultural, multiforme y diverso, contracultural en sus orígenes, que pretendió cambiar desde sus bases ese modo de vida en crisis.

En Europa y Estados Unidos, artistas, ciudadanos, hippies, académicos y científicos coincidieron en cuestionar la vorágine destructiva del ilimitado crecimiento industrial. En esos años, se comenzaron los primeros estudios científicos exhaustivos que darán cuerpo al célebre Informe del Club de Roma, publicado en 1972, alertando sobre el riesgo de continuidad del género humano, cuya causa era una lógica de crecimiento económico que no toma en cuenta los límites ecológicos del planeta.

En este contexto, nacieron movimientos juveniles y culturales, hippies y reformas estudiantiles, iniciando sueños y liberaciones diversas. Fueron los jóvenes los principales protagonistas de hechos claves en esos años. Ellos impulsaron masivamente el mayo del 68, en Paris, en Praga, en California, en México, en Argentina y en Chile.

En los sesenta ocurrió también el fin del colonialismo político, que posibilitó la fundación de los movimientos anticolonialistas y de los países no alineados. Fue el inicio de la liberación cultural de los negros y de otros grupos étnicos. A partir de ahí, se afirmó la originalidad de todas las culturas y del anticolonialismo, lo que incidió en la toma de conciencia de la diversidad cultural y social de los pueblos.

Con el Concilio Vaticano II, la iglesia católica inició un movimiento crítico y renovador en su propio seno. Repensó la función del clero, de la doctrina y de la ritualidad tradicional e impulsó a los teólogos a repensar los nuevos desafíos culturales. En América Latina, su efecto fue una innovación de las estructuras eclesiásticas y un compromiso abierto y político con el cambio social a favor de las mayorías pobres, lo cual se reflejó en la conferencia de obispos latinoamericanos en Medellín, Colombia, en 1968.

En los sesenta también eclosionó la crítica social en el seno del socialismo realmente existente, dando lugar al proceso que llevaría posteriormente a la caída del socialismo soviético. En 1968, en Checoslovaquia, en la Primavera de Praga, los movimientos sociales salieron a las calles cuestionando el llamado “socialismo real”.

Finalmente, en América Latina surgieron aportes socioculturales que tuvieron una enorme relevancia cultural y política, como la teología de la liberación, la teoría de la dependencia y la nueva literatura latinoamericana. Esta literatura, encabezada por Julio Cortázar, Alejo Carpentier, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa tuvo un impacto mundial.  Especialmente es relevante la obra de García Márquez, Cien años de soledad, en la que se narra el éxodo de una comunidad arrinconada ante el poder petrolero extranjero.

Héctor Samour

jueves, 16 de mayo de 2019

Sobre el populismo





En la actualidad se habla del “populismo” en los debates políticos y en los medios. Dicho término se utiliza por diversos actores sociales y políticos para caracterizar lo que ellos definen como un fenómeno político y económico que amenaza las democracias liberales en todo el planeta. La oposición en El Salvador utiliza el calificativo para criticar las políticas gubernamentales, o para desacreditar a potenciales adversarios políticos en futuros eventos electorales.

En sus usos variados, “populismo” connota un calificativo que busca dar soporte conceptual a nociones como “demagogia”, “autoritarismo”, “nacionalismo” o “corrupción”. Se utiliza a menudo simplemente para desacreditar ciertas ideas o decisiones de política económica heterodoxas o que se consideran antiliberales, asociando a las personas o gobiernos que las impulsan a fenómenos políticos negativos, como el totalitarismo soviético, el nazismo o la xenofobia.

A nivel académico, en la década de 1950, el sociólogo Edward Shils utilizó por primera vez el término “populismo” para designar una ideología de resentimiento contra un orden social impuesto por alguna clase dirigente. Según esta definición, tal “populismo” se manifestaba en una variedad de formas: el bolchevismo en Rusia, el nazismo en Alemania, el Macartismo en Estados Unidos, entre otros. Así “populismo” pasó a ser el nombre para un conjunto de fenómenos que se desviaban de la democracia liberal.

En las décadas de 1960 y 1970 otros académicos retomaron el término en un sentido diferente, aunque acoplado con el anterior. Lo utilizaron para designar a un conjunto de movimientos reformistas del Tercer Mundo, particularmente latinoamericanos como el peronismo en Argentina, el cardenismo en México, la presidencia de Getulio Vargas en Brasil o la de Velasco Alvarado en Perú. “Populismo” podía referirse así a tal o cual movimiento histórico en concreto, a un tipo de régimen político, a un estilo de liderazgo o a una ideología, que amenazaba a la democracia.

Esto comenzó a modificarse en la década de 1990, con la obra del filósofo posmarxista Ernesto Laclau, que propuso un significado distinto de “populismo”, dándole un sentido positivo. Este autor planteó la necesidad de reemplazar la noción de “lucha de clases” por la idea de que en la sociedad existe una pluralidad de antagonismos, tanto económicos como de otra índole. En tal situación, no puede darse por sentado que todas las demandas democráticas y populares van a confluir en una única opción unificada contra la ideología del bloque dominante. Es precisamente la articulación de diversas demandas insatisfechas lo que en cada momento constituye al “pueblo”, que en su acción política coyuntural irá posibilitando una “radicalización de la democracia”.

Del uso académico se ha pasado hoy al uso ideologizado del término “populismo” en el ámbito político. Este uso tiende a simplificar el escenario político, en el que se dan múltiples opciones y diversos peligros, y pretende convocar a la defensa a ultranza de la democracia liberal para combatir una supuesta “amenaza populista”, en la cual se encontrarían involucrados neonazis, keynesianos, caudillos latinoamericanos, socialistas, anticapitalistas, corruptos, nacionalistas y cualquier otra cosa.
Esta simplificación impide ver, entre otras cosas, que una de las mayores amenazas a la democracia son los yerros y fracasos de la misma democracia liberal. Por eso se habla hoy de “desencanto democrático”. Si alguna narrativa o receta “populista” sintoniza con la gente en los países más ricos y en lo mas pobres es porque su denuncia está cargada de sentido.

Héctor Samour


sábado, 4 de mayo de 2019

La renovación de los partidos tradicionales

Ante la derrota electoral de ARENA y FMLN, han surgido voces de diversos sectores que exigen una renovación de estas formaciones partidarias. Se insiste en el cambio de las dirigencias, en la reforma de estatutos, estructuras y en la organización territorial. Si solo bastaran esas acciones, como ya lo han anunciado los principales dirigentes de dichos partidos, la recuperación de su caudal electoral y de su legitimidad en la conciencia de la población sería relativamente fácil y en un tiempo corto. Pero el punto es que las raíces de su crisis son más profundas y tienen que ver con cuestiones estratégicas que giran en torno a la misma identidad y posicionamiento ideológico y político frente a los graves problemas del país.

En el caso del FMLN, su transformación supone un cambio ideológico que supere un tipo de análisis marxista ya trasnochado y que asuma la democracia como un fin en sí mismo y más allá de su utilización instrumental. En esta línea, debe superar el vanguardismo que concibe la dirigencia del partido como la instancia que posee el monopolio de la verdad. El partido debe articularse con las numerosas iniciativas y diversidad de agrupaciones que desde la sociedad brotan de los sectores empobrecidos y excluidos, pero no para cooptarlas y subordinarlas a las directrices partidarias, sino para tejer una red de relaciones que den sustento a un proyecto de transformación social permanente.
Es necesario también que la izquierda socialista supere definitivamente el estatismo. 

La fracasada experiencia de los países del socialismo real enseñó que socialismo y estatización de los medios de producción no son una y la misma cosa. No se trata de un juego de suma cero entre Estado y sociedad, sino de impulsar una mayor democratización de ambas esferas.

En el caso de ARENA, su cambio supone abandonar definitivamente sus premisas ideológicas tradicionales configuradas desde el anticomunismo y el liberalismo más extremos, que hoy ya no sintonizan con la conciencia colectiva de la población y que ya están desfasados de acuerdo con las exigencias actuales de la realidad histórica salvadoreña. En este sentido, debe asumir una conducta coherente y un discurso renovado que sintonice con los sectores más afectados por el modelo neoliberal que ha imperado en el país en los últimos treinta años.

Esto implica, entre otras cosas, asumir con seriedad la desigualdad y la exclusión y proponer políticas públicas que las combatan, lo cual supone abandonar la ideología tecnocrática neoliberal y asumir un nuevo tipo de liberalismo de carácter social, con un fuerte sentido de solidaridad con los sectores más vulnerables. Consecuente con esto, debe deshacerse de un anti-estatismo radical. El liberalismo debe pensar en el Estado, no como el enemigo a vencer, sino como la condición de la convivencia. El Estado es más necesario que nunca frente a los poderes brutales de la delincuencia y el crimen organizado, y frente a los intereses que han aprovechado la debilidad del poder público para copar sus instituciones y torcer sus políticas. 

Finalmente, esta renovación ideológica de la derecha pasa también por modificar sus posiciones en temas culturales y no dejarse influenciar por sectores ultra-conservadores, que enajenan al partido de la mayoría de los jóvenes en los centros urbanos, caracterizados por su sensibilidad a la diversidad cultural y por su alejamiento de dogmatismos y fundamentalismos religiosos.